Foto de Victor Alvarez Colombia

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Mi historia con la pintura empezó en una mañana de colegio. Yo estaba al fondo del salón recibiendo una clase soporífera, no recuerdo si era de sociales o español. Después de algunos repentinos cabeceos las únicas herramientas que encontré a mano para mantenerme despierto fueron lápiz y papel. En cuestión de segundos seleccioné el personaje central de la...

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Mi historia con la pintura empezó en una mañana de colegio. Yo estaba al fondo del salón recibiendo una clase soporífera, no recuerdo si era de sociales o español. Después de algunos repentinos cabeceos las únicas herramientas que encontré a mano para mantenerme despierto fueron lápiz y papel. En cuestión de segundos seleccioné el personaje central de la obra: mi maestra, una mujer de unos 45 años, de cabello negro engominado y una falda repleta de cuadros desde la cintura hasta las puntas de los pies. La miré con el mismo grado de atención que ponían los estudiantes ubicados de primeros en la fila, como si estuviera absorto en su retahíla de palabras que luego transcribiría en el papel. Dibujé algunas líneas, corregí trazos de más. Al terminar, arranqué con disimulo la hoja, la doble un par de veces y se la pasé a mi compañero de al lado cuando la profesora se giró hacia el pizarrón. Lo miré con el rabillo del ojo y compartimos una sonrisa cómplice que desapareció de mi cara cuando vi que se lo pasó, si mal no recuerdo, a Enrique, el compañero que él tenía al frente. Enrique luego se la pasó a alguien que estaba en diagonal. Desde ahí sentí la necesidad de persignarme. Había causado, sin querer queriendo, el conocido efecto dominó. El papel siguió su destino multiplicando el número de miradas cómplices. Solo era cuestión de tiempo para ver cómo se derrumbaba la última ficha. “Ahora sí me llevo el que me trajo”, pensé. El ascenso a la fama demasiado pronto tiene consecuencias. Dejé de mirar alrededor para no sentirme culpable, pero la huella de la hoja rota en mi cuaderno me señalaba con un dedo rígido y justiciero parecido al que sale en la ilustración de James M. Flagg del tío Sam. Mi obra, gracias al murmullo ascendente de mis compañeros, terminó en manos de la profe’. Estaba acabado. La bola de nieve que yo inicie con la mera intención de aplacar el sueño ahora se devolvía hacía mí violentando la ley de la gravedad. Si hubiera tenido un título mi trabajo se habría llamado quizá La maestra en el retrete. Así que como podría cualquiera imaginar, ella no tardo en ponerle precio a mi cabeza. La discreción, que para mi desgracia jamás fue una de las grandes virtudes de mis compañeros, aceleró el momento de mi sentencia. Me sacaron de las orejas hasta la rectoría. Me gané una sesión de reglazos en las palmas de las manos. Me suspendieron una semana de clase, y en el mediano plazo, ese año académico lo perdí. Eso le pasa a uno por dárselas de chistoso cuando tiene uno un profesor que dicta clases para todas las materias. En esos días cuando trataba de encontrarle una explicación al \'efecto mariposa\' de mi dibujo nunca encontré una respuesta satisfactoria. Pero hoy, con la sabiduría de los años y la evolución semántica de las palabras, puedo resumir en un par de vocablos porque esto me pasó: POR ARTISTA, como dirían en medio de sonrisas socarronas los jóvenes de hoy.


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